Perseguido por un Espanto
Era miércoles 11. El reloj marcaba las seis y quince de la mañana. Fue el primer pasaje vendido. Vaya y móntese me dijeron. Es el carro 13...
Era miércoles 11. El reloj marcaba las seis y quince de la mañana. Fue el primer pasaje vendido. Vaya y móntese me dijeron. Es el carro 13. Menos mal que no era martes por aquello de la kábala. A los pocos minutos ya estaban todos los demás pasajeros que debíamos abordar el carro que nos traería desde Maracaibo a Santa Bárbara.
Subí al vehículo por la puerta trasera del lado del pasajero que ya estaba abierta. Me moví hasta el puesto detrás del chofer. En una rápida inspección del carro por dentro, veo que los vidrios de las puertas traseras y el de atrás del carro están forrados con el papel más oscuro que pueda existir. ¡De vaina se veían los primeros rayos del sol!. El parabrisas también tenía una pestaña oscura del mismo papel. Chequeo si el cinturón de seguridad funciona: que va! Tenía mucho tiempo de haber perdido el dispositivo donde se inserta la lengüeta de acero. Cuando intento bajar el vidrio de la puerta, descubro que no baja e intento abrirla para salir y me dicen que sólo abre por fuera. De ser el inspector de la seguridad del carro ya llevaría una hoja full de anotaciones que no le permitirían circular.
Se llena el carro con tres adultos y dos niños en el puesto trasero y dos pasajeros en el asiento delantero con el chofer. Recuerdo que por más de 20 años no había utilizado este servicio público de transporte. Me vienen a la memoria las cosas que me habían dicho familiares y amigos: que los choferes hacen que esos carros vuelen. Comienza la odisea.
El carro, aunque con muchos años de haber sido un último modelo, tenía un motor muy potente y sus frenos demostrarían estar en muy buenas condiciones durante el viaje. Mientras salíamos de la ciudad y recorríamos los primeros kilómetros de la vía a La Villa del Rosario el viento que ingresaba por las ventanas de los puestos de adelante sirvió para saber que la velocidad iba mucho más allá de la que permiten las vías venezolanas. Opté por cerrar los ojos a ver si daba una pestañá, pero el movimiento del carro, por los desperfectos de la vía, no lo permitían. Abrí los ojos, otra vez, y después de ver que el chofer se comía los cueros de las manos colocando su mirada en los dedos y no en la vía, y hablaba por el celular mientras conducía, me convencí que debía haberme tomado un sedante.
La velocidad nunca disminuyó, pero me quedó claro que el chofer, además de ser un as del volante, conocía la vía milimétricamente. Me incliné hacia adelante para ver a qué velocidad volábamos, sentí algo en el estómago:..... el tablero no funcionaba o no tenía luz. Me convencí que pedirle que bajara la velocidad iba a ser una necedad. Me iban a mirar como cucaracha en baile de gallinas y diría que me despreocupara, que él sabía lo que hacía, aparte de que el resto de los pasajeros no parecía preocuparse por lo que potencialmente podría ocurrir, en caso de un imprevisto. Algunos ya roncaban.
Decidí, entonces, pedirle a Dios que hiciera que todos los perros que deambulan por esa vía estuvieran amarrados en sus fundos, le rogué a los santos que entienden inglés y español que no le permitieran a ninguna vaca, caballo, burro, oveja, o cochino, saltar el alambrado de púas para alcanzar la vía, al patrono de los viajeros para que ningún zamuro estuviera comiendo carroña o la basura acumulada a los lados de la Machiques-Colón, y a las Tres Divinas Personas que, por ser tres, podían cuidar mejor la carretera, mantuvieran a los animales silvestres en sus madrigueras de modo que no cruzaran la vía, que algún alcalde piadoso hubiera tapado los huecos donde cabe un carro y que, no lloviera esa mañana aunque algunos árboles se secarán por falta de agua.
Todos parecen haberme oído. Llegué empapado en sudor por el calor que hacía en los asientos de cuero traseros, en especial, cuando reducía la velocidad en alcabalas y policías acostados. Sin embargo, para una próxima oportunidad yo me llevo en el morral el Cristo con la corona de espinas al que le rezaba mi mamá, una imagen del santo o la virgen que protegen a los que van en carretera y un ensalmo de un brujo, porque pa´mi que esos choferes vienen perseguidos por un espanto. Pinga! Ni que fuera ciego!